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Foto del escritorFernando Helguera

UN ASUNTO VACACIONAL

Actualizado: 24 jun 2021

La vida en la playa es mejor.


Quizás nadie de quienes me leen en este momento, haya sentido tanta felicidad como la que siento ahora por el hecho de tener los pies enterrados en la arena de la playa. De hecho, había decidido darme un par de fines de semana sin publicar, para no pensar en algo que no fuera la inmortalidad del cangrejo, sin embargo, decidí hoy (no sé si el próximo lo haga) escribirles.


¿Será que los extraño mucho? ¿Quizás me obliga la idea de disciplina que me inculcaron en la infancia? ¿Será que se me ha hecho vicio esto del blog? ¿Todas las anteriores/ninguna de las anteriores? Lo cierto es que mi felicidad mayúscula no sólo proviene de estar aquí, pues cualquiera podría poner en duda que yo goce la arena más que ustedes; es porque llegar no fue cualquier cosa. Sentimos la obligación de planear para que salga todo bien, y en respeto al tiempo de los involucrados en aquello que estamos planeando, pero luego de lo que les voy a contar ustedes decidirán si realmente es relevante esa obligación.


El plan (mitad trabajo, mitad placer) para mi amiga Tanya y para mí era llegar a la playa oaxaqueña de San Agustín el día 22 de abril a las 3 de la tarde aproximadamente, volando de Querétaro a Huatulco, con interconexión en la CDMX. Registramos y, por un error mío de selección de tarifa, no estaban las maletas incluidas, así que costó el doble en ese momento. Nos informaron que el vuelo venía tarde y el tiempo se ajustó tanto que, luego de harto apalabre, conseguí que la jefa de piso de la aerolínea nos diera asientos en la primera línea de desembarco. Al bajar corrimos lo más que mi osamenta permitió, para llegar a la puerta de abordaje que cerraron dos minutos antes. No hubo forma de que nos dejaran subir. Saldríamos en el vuelo de una hora y media después.


Esperamos en una cómoda banca que era tan cómoda que, por primera vez en los más de 140 vuelos efectuados en mi vida ¡perdimos el vuelo! Llegamos para ver la espalda de los últimos pasajeros que dejaron abordar, aún en el pasillo. Nuevamente fue imposible que nos dejaran entrar. Casi nos da un ataque cuando en el “mostrador de los lamentos” (lugar donde la gente llega y, LITERALMENTE, llora para que le permitan salir por perder el vuelo, grita “imbécil” a su hijo por retrasarse, insulta a los dependientes porque en la línea de atención a clientes no contestan, etc), me dijeron que el siguiente avión era un día después. Compramos viajes sencillos a Oaxaca capital para volar a las seis treinta, y nos paramos frente a la puerta por donde habríamos de partir.


Al día siguiente paseamos en la capital, cosa que sirvió como placebo; decidimos tomar la camioneta de la una, y no la de las once y media, que nos llevaría siete horas por la sierra para llegar a la playa. A las dos horas de camino nos detuvimos por un accidente, y media hora después nos bajamos Tanya y yo para caminar un par de kilómetros hasta encontrarnos con una suburban volteada de costado, con la cola volando al precipicio, y una pick-up destrozada del frente. Mucha gente, un par de heridos que no se llevó la ambulancia, y la promesa de horas más de espera.


A los pocos minutos llegaron dos grúas desde la ciudad. Claramente no había alguien que organizara la situación, así que hablé con el dueño de la pick-up para que autorizara mover su camioneta, y con los de la grúa para ver si escuchaban la sugerencia de cómo hacer la maniobra; era evidente que, si no giraban la suburban antes de pararla sobre las llantas, nos tardaríamos dos o tres horas más para poder pasar. Encadenaron la transmisión de la camioneta, el motor de la grúa jaló, y claro, la pararon en vez de girarla, dejando las llantas traseras volando. La situación se complicó porque llegaron policías sin antecedentes, a quienes tuve que pedir que no se llevaran preso al de la segunda grúa porque tenía cara de culpable. Mientras tanto un tipo se acercó a Tanya, a unos cuantos metros de donde yo estaba, para decirle “Oye, ¿cogemos? Para quitarnos el frío”. Ella me lo dijo y tuve que pedir a los policías, a los de las grúas, al dueño de la camioneta, y a uno que quería decir qué hacer (cuyas propuestas eran terribles), que por favor me esperaran y fueran planeando cómo dirigir a los automovilistas desesperados, que llevaban tres horas más que nosotros, cuando se liberara el paso. En ambos sentidos los autos ocupaban ya los dos carriles.

Entonces me dirigí al hombre para ponerlo en su lugar. No entiendo aún si el tipo pensaba que ella aceptaría o era una situación intimidatoria… habíamos muchas personas ahí como para que alguna de las dos opciones fuera válida; creo que simplemente era un animal.


Llegaron los de la guardia nacional, añadiendo una variable a la ecuación, porque tenían que pasar con vacunas que ya estaban por echarse a perder. Venían con buena actitud y, cuando vieron que yo era el que estaba tratando de poner las cosas un poquito en orden, me ayudaron haciendo gala de su investidura, a que los demás actuaran en congruencia. Dieron las seis de la tarde cuando empezaron a pasar los automóviles; algunos gritaban insultos a los policías, a su paso.


El camino se llenó de niebla y, con las curvas, me sentí un poco mareado. Paramos en San José del Pacífico ya de noche, parada de rutina para comer algo e ir al baño. Mientras platicaba con el chofer llegó Tanya para decirme “¡Me acaba de morder un perro!” y descubrió su pierna derecha para enseñarmela (la mordida, no la pierna), pero como era magnífica (la pierna, no la mordida), todos los presentes masculinos se acercaron a ver. Le dije que era superficial (la mordida, no ella) y no se preocupara, que se tapara porque con ese frío le iba a dar un aire polaco.


Seguimos el camino sin contratiempos, aclaro, nada de lo anterior fue un contratiempo, todas fueron enseñanzas para nuestra trascendencia espiritual. En un momento Tanya me preguntó “¿Qué habrá pasado con todos los autos de la cola en la que veníamos?” y eso sí que me dejó helado, por lo que le pregunté “¿Prefieres la respuesta estadística, o que te diga que hicieron uno por uno? Afortunadamente se rio mucho, porque eso permitió que yo evadiera responderle y ayudo a que se me quitaran los mareos. Seguimos hasta La Crucecita donde el taxi del Tío Tito nos esperaba. Once y media de la noche, día 23. Partimos al destino final, a cincuenta minutos aún: San Agustín.


En medio de la desolada carretera le pedí al tío que me dejara bajar, que ya me andaba, y se detuvo en una bahía del acotamiento. Mientras estaba en lo mío se detuvo un auto atrás de nosotros y se bajó un hombre mal encarado que caminó hacia mí, yo cerrando mi cinturón. Extendí mis manos con la intención de decirle que se llevara todo lo que quisiera pero que nos perdonara la vida, pero él sólo saludo en respuesta a mis manos alzadas y se puso a hacer lo mismo que yo hacía un minuto antes. Seguramente estaba mal encarado por aguantarse las ganas.


Afortunadamente Tanya y el tío Tito no vieron mis ademanes ni notaron mis sospechas, o seguirían burlándose de mí. En mi defensa, luego de todo lo sucedido ¿sería raro que el hombre fuera el dueño de una maleta de dinero que se había encontrado detrás de una banca de la estación de camiones, y al imaginar su procedencia tomara camino a Zipolite, playa nudista donde bien se puede uno gastar una maleta de dinero, y por proteger su posibilidad de diversión desenfrenada, nos tomara por asaltantes en taxi, sacara un arma y nos hiciera escarmentar por el intento de robarle su dinero? Yo sería incapaz de imaginar tanto rollo y por eso, en su momento, me disponía a ofrecerle que se llevara todo a cambio de nuestra seguridad. Mi mente no daría para otra solución, creo.


¡Finalmente llegamos a nuestro destino! Donde nos dimos con que nuestra habitación había sido entregada a otros viajeros que llegaron una hora antes, pues creyeron que nosotros ya no llegaríamos. Pero no vayan a pensar que corrimos con mala suerte por primera vez en el viaje, y que no tendríamos adónde llegar, nos dieron una habitación de ambiente familiar, toda de madera, con dos camas matrimoniales y escaso mobiliario, ventilador y pabellones, en sustitución. Veamos ahora ¿Quién se atreve a decirme que algún día ha sentido más placer de tener los pies enterrados en arena, del que tengo yo ahora, en este mismísimo momento de domingo?

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